La chica sin rostro o la chica invisible, esa que leemos muchas veces en la literatura. Ese cliché tan usado en las historias juveniles que tanto les gusta a los adolescentes, porque de momento le colocan un amor de película, una “mala o varias” que le hacen la vida imposible… lo dicho, tan cliché.
Aunque en ese momento de mi vida me hubiera gustado ser una chica invisible, no por el romance y esas tonterías, sino por haber estado tranquila y nadie me hubiera molestado, demasiado. Eso habría sido bastante divertido, no habría perdido mi sonrisa, ni me habría tenido que esconder de la gente.
No de forma literal, no soy un ermitaño en su cueva, sino metafóricamente hablando.
Ocultarme tras una máscara veneciana par que nadie viera realmente como soy. ¿Qué tan malo puede ser vivir en un baile de máscaras?
Bailando entre la gente que te conoce y gente que aún no. Con tu máscara que eternamente porta una sonrisa, te vuelves una sonrisa a la que nadie reconoce. Mientras que la luz de la luna contamina la noche, creando feas sombras de la gente que baila a tu alrededor. Implantando una pesadilla que rompe el sueño en miles de cristales que se clavan en los pies, creando arañazos bajo ellos.
Quiero puertas abiertas por donde bailar con mi dolor, quiero sombras y oscuridad donde refugiarme hasta que acabe la tormenta que ruge en mi interior y quiere liberarse. Quiero caminar por una ciudad de papel, donde perderme entre las mil y una historias que cuentan las letras plasmadas en sus edificios.
Quiero bailar en la plaza en un día de lluvia mientras el agua se lleva los edificios llenos de vidas e historias pasadas. Quiero bailar cuando tras la tormenta llega la calma. Quiero perderme en ese baile de máscaras.
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