Hay un momento en que la palabra oral necesita ser escrita. Como si ocupara otro momento de la historia. Otro cantar, como el tango.
Un momento que allana las posibilidades más básicas desde la invención de la escritura. Desde que aprendimos que debemos anotar las cosas para no olvidarlas. ¿Realmente olvidamos todo lo que no anotamos? No, rotundamente no. Porque entran en juego acciones mentales que hacen que no nos olvidemos. La memoria selectiva, dicen.
Escribir es poner fin y dar comienzo. Es un punto de partida y llegada al mismo tiempo. Como un túnel íntergaláctico que vaya a saber a dónde nos conecta. Es terminar de hacer real lo verbalizado. Porque a las palabras se las lleva el viento, y el viento, sopla cada vez más fuerte.
Escribir implica escribir. Pasarlo a otro soporte, perder la inmediatez que tienen los días de invierno. La calidez que tiene la primavera. Bajarle la velocidad a la locución descontrolada. Saludar con palabras y besos, cruzar la frontera con el mensaje. ¿Besos? Sí, piensen en cuántas palabras se necesitan para un beso. Cientos, miles, algunas pocas. Da lo mismo. Se necesitan al menos dos: te amo.
Pero escribir también es dedicarte un momento único. Sentir los sentimientos desde la cabeza hasta el acto mismo. Es confesarnos, pedir perdón, declarar la guerra y rehacer constantemente la oración. Borrarla, mejorarla, no cometer los mismos errores, tomar distancia y volver a comenzar. La vida misma. La escritura.
No escribo para esconderme en mis palabras. Nada más errado, que pensar que un escritor se esconde. Se ponen en juego los sentimiento y las emociones, se construyen mundos que nunca existieron o se reviven otros que murieron. Se nutren historias de las historias, pero nunca se esconden. Jamás.
Esconderse en las palabras, o entre ellas, es tartamudear una carta de amor, no cantar en la ducha. Decirlo en voz bajita, aceptar con vehemencia lo que no estamos de acuerdo. Yo, prefiero la voz fuerte y clara, las palabras duras y escritas, mi amigo. Que la vida se nos pasa escribiendo.
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