Señor,
vives en el nacimiento de los niños,
en la paz y en la sangre derramada,
vives en las llagas descalzas
de los mendigos
que no giran llaves de puertas blindadas
o en los huéspedes de la guadaña
que se ahorcan en las jeringas.
Vives, dia a día en nuestra rosa
y también en nuestras espinas.
Vives, y eres
un centinela sensible que trasnocha
en los hospitales, que nos auxilia
en las autopistas.
Sé que estás latente
en este mundo incoloro
de individuos sin decoro
de sabiduría incolora,
y que el mero hecho de mencionarte
les incomoda.
Pero yo, oh señor, te imploro;
te imploro el porqué
de este pan mío
que madruga y bosteza
en el esfuerzo
de los lunes enriquecidos,
te imploro la solución al jeroglífico
de tu gracia y existencia.
Sé que eres
mi padre más definitivo,
aunque a ciencia cierta
no encuentre,
solución para tu nombre
en mi pálida frente.
Pero vives,
y miro el reloj como si fuera
la bola de cristal de un adivino,
y te siento
cada vez más y más vecino,
en estos cuatro días de infancia,
adolescencia, madurez y muerte.
Señor,
vives en lo terrible y en lo divino.
[Abel Santos, de Esencia,
Ediciones Az90, Barcelona, 1998]
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