Contra la pared, estática. No hay escapatoria más que observar delante de ti un ejecutor, cuyo cañón en mano no vacilará en los próximos segundos; ese frío, que cala todo el cuerpo y recorre el torrente sanguíneo, no oyes nada, no sientes nada. Segundos vacilantes en tu mente. Puedes mirar, pero no pronunciar palabra alguna.
He ahí la imagen cuya esencia metafórica le da vida a las veces que callo al verte… Cuando con el silencio de mi mirada, compruebo que en tus acciones utilizas cada una de las debilidades que tengo por ti, para alimentar el narcisismo que ocultas tras la máscara de una sonrisa indefensa.
Antes, eras esa águila que toma a su presa y alza el vuelo, la eleva haciéndole creer que no hay pico más alto que ella, que no hay estrella que no pueda tocar. Y ahí, cuando la víctima entrando en confianza abre sus brazos para sentir la brisa... La dejas caer en picada, esperando que ejecutada ya su sentencia, puedas aterrizar sobre ella con la delicadeza que caracteriza cada acto de tu placentera malicia, sacando provecho de lo último que queda de mí.
Ahora, te logro observar ya conociendo cómo es tu juego. Te veo nuevamente la mirada hambrienta de hacerme sudar en frío la decepción de sentir que volví a caer. Sabes como apuntar, lo admito; escoges perfectamente el blanco donde la bala será letal. En cada conversación encuentras con qué sentenciarme nuevamente contra la pared. Y ahora, ¿qué más queda de mi? Me manejas cual titiritero; y en esta forma de darte tan fácilmente los pabilos de mi corazón me pregunto:
¿por qué sigo creyendo en ti?
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