Aquel viaje fue el inicio de una serie de hechos desafortunados que marcaron el camino sin retorno de Lucio Quispe Vela a las profundidades del deterioro mental.
Lucio, de cincuenta y cinco años, llegó a Madrid una tarde de junio, acompañado de su esposa. Era domingo y venían a visitar a su hija Yovanna que estudiaba en la Universidad Rey Juan Carlos y a conocer a la nieta, nacida dos meses atrás.
Su drama empezó cuando fueron retenidos en el aeropuerto bajo sospecha de ser "muleros". Cuatro horas después, con una simple disculpa pudieron ingresar al país, ya sin saber qué hacer porque su hija había retornado a su alojamiento.
Cuando por fin se comunicaron con Yovanna, ella ya no podía ayudarles porque la casa en que vivía cerraba a medianoche. Se trataba de la vivienda de una ONG católica, que recibía a mujeres en situación de riesgo, y en la que la joven podía alojar a su madre para que ayude a cuidar a la bebe por unos días.
De acuerdo a lo planificado por Lucio, Mariana acompañaría a Yovanna y él se alojaría en un cuarto en el centro, que separó meses atrás y que pagaría al llegar. Aquella noche se enteró que la habitación ya había sido tomada y que no les quedaba otra opción que buscar cobijo en el aeropuerto, con el escaso abrigo que un par de mantas podían ofrecer.
Pero Lucio no pudo dormir, no por el jetlag, sino por una mezcla de miedo y desilusión, ante las expectativas que tenía de este viaje. Se preguntaba cómo es que un hombre pacífico, honesto y amante de la cultura europea, podría recibir un trato semejante. Esa noche se llenó de improperios hacia las autoridades y empezó a germinar algo oscuro en él.
Al amanecer, Lucio y Mariana, con el cuerpo maltratado se dirigieron a la estación de buses y cuando estaban a unos pasos se dieron cuenta que solo portaban la mochila. Habían olvidado su pequeña maleta azul que contenía los documentos y el dinero para la estadía. Mariana fue presa de una crisis nerviosa, mientras Lucio corría a buscar la maleta al lugar donde habían pasado la noche. Al ver que llegaba con las manos vacías, la mujer estalló en un llanto descontrolado que asustó a los turistas y atrajo a dos policías.
Unas pastillas bastaron para que Mariana se calmara y durmiera un rato. Para entonces la policía había encontrado la maleta, ya sin dinero y documentos. Apenas con algo de ropa interior y una camisa vieja.
Yovanna llegó pronto para llevar a sus padres, pero el panorama no era del todo bueno, Mariana tenía dónde hospedarse, pero Lucio tendría que buscarlo con el poco dinero que le quedaba en los bolsillos. Más tarde, fue guiado hasta tomar el metro, con indicaciones precisas de bajar en la estación de la Puerta del Sol. Yovanna le había conseguido unos euros y un posible alojamiento por la Plaza de Canalejas.
Al llegar a la puerta del hospedaje se percató que no tenía documentos para conseguir la habitación y que su móvil no funcionaba en esa ciudad. En ese momento, caminando por las calles de Madrid, no pudo sentir el atractivo esperado, ni la luz del sol que se coló entre las nubes ayudó a Lucio a encontrar un poco de alegría.
Ya casi era mediodía y trajinaba con su mochila, buscando a dónde ir. A esa hora su esposa debía estar en el cuarto de Yovanna, cuidando a la bebe, mientras la joven emprendía un viaje a Albacete a buscar al padre de su hija, para pedirle que le ayude en su manutención, en tanto ella terminaba la universidad. No le pediría su apellido, solo apoyo, porque ella ya lo había inscrito como hija de madre soltera.
Lució paseo por las calles de la ciudad, buscando un lugar donde dormir para el que no necesitase pasaporte (todo se había ido con la maleta, incluso la tarjeta de crédito que habilitó para el viaje). Tenía algunos euros en el bolsillo que le iban a servir unos días para comer (mientras adelantaba su retorno a Lima). Las monjas habían sugerido que fuera a una de las casas de acogida que está en el barrio de San Blas, por Plaza Grecia, pero tal lugar estaba tan lejos del centro y de su ya mellado orgullo, que a Lucio le pareció mejor seguir acomodándose en una banca para dormir. Le habían dicho que ya no hacía tanto frío, pero por si acaso llevaba una manta para cubrirse.
Buscó por el Paseo del Prado y lo vio muy expuesto, el Parque del Retiro tampoco. Llegó a la estación de Atocha y no quiso entrar. Buscó en las iglesias de San Salvador y San Nicolás, de San Sebastián y en la parroquia de Santa Cruz. Todas estaban cerradas. Quiso entrar al metro, pero tendría que pagar su boleto. Hasta que, dando una vuelta en círculo, terminó en la Carrera de San Jerónimo a unos pasos de la Plaza de Canalejas, con la penumbra del crepúsculo, sentado en el portal de una tienda abandonada, donde había unos cartones dispersos y espacio para acomodarse.
El cansancio no le permitió darse cuenta del bullicio y trasiego de esa calle de alto tránsito turístico, que no cesó sino hasta bien entrada la noche. Para entonces Lucio dormía, acurrucado en ese lugar.
Había acordado con Mariana que la llamaría el martes para pasear por Madrid, aprovechando que una amiga de Yovanna ofreció ayudar con el cuidado de la bebe.
A las siete de la mañana lo despertó el ruido de pasos del caudal de gente, de una ciudad que a esa hora bullía de vida.
Sentado, en silencio, sin atinar a moverse Lucio miró pasar a niños, ancianos, mujeres y autos, sin pensar en más. Las ideas estaban escondidas, los recuerdos perdidos, la razón de ser de su existencia se limitaba a los movimientos de masas de colores que veía desfilar. Fascinante, atrapante, hipnotizador. Una realidad que se quebró con el sonido de algunas monedas caídas sobre su manta, que se mostraba ante la gente como una invitación a la compasión y el desprendimiento.
Lucio se paró sobre la manta, se puso los zapatos y cuando se disponía a recoger las monedas una presencia le tapó la visión de la calle.
- Hola compañero, qué haces aquí.
- ¿Cómo dice? Disculpe señor, solo estaba descansando ¿este es su lugar?
- Jajaja. No pasa nada compadre, este hueco está abandonado.
- ¿Y usted quién es?
- Un extranjero, solo que llevo algunos años en esta ciudad de mierda.
- Bueno, ya me voy.
- ¡Jijos! Oye ¿tienes unas monedas?
- Disculpe ¿me da permiso?
- Escucha, dame un par de euros y te cuido el lugar por si no tienes dónde dormir esta noche.
- Mire, no tengo…
- Y lo que vi en el suelo... lo que has recogido?
- Ah sí, bueno, tome, después de todo no era mi plata.
- Gracias compañero... ¿Cómo te llamas?
- No le puedo dar mi nombre.
- ¡Bien amigo, nos vemos esta noche!
Mientras se alejaba, Lucio empezó a recordar qué debía hacer. Se paró en seco, miró para un lado y para el otro y buscó a quién preguntar dónde podría encontrar un teléfono. A la distancia divisó uno y allí se dirigió. Buscó entonces el número que le dieron, pero no pudo hallarlo. Ya con el teléfono en la mano quiso recordarlo pero no pudo. Él siempre tuvo buena memoria. Recordaba nombres, calles, lugares, rostros. Pero no pudo.
Ensimismado en sus pensamientos, no atinó a ver llegar el camión que por poco lo atropella. Un policía que lo había observado se acercó, pero se interpuso un ómnibus que le hizo perder de vista a Lucio, que para entonces ya se había marchado por el pasaje Echegaray, rumbo a lo desconocido.
Yovanna viajaba en bus a Albacete, descansando, sin mayor preocupación. Después de meses podía disfrutar un momento de tranquilidad, a solas consigo misma. La vista del paisaje de La Mancha, con su extensa llanura ocupada por zonas de cultivo le trasmitía mucha paz y sosiego.
Durmió unas horas, hasta que el bus se detuvo. Había llegado a la estación. Por un momento quiso creer que alguien la estaba esperando, pero no, tenía todo el tiempo para ella misma. Primero había que llenar la barriga, luego ir por la tarde al piso de Evaristo, y después ya se verá.
Lucio caminó hasta llegar nuevamente a la estación de Atocha y luego de unas horas regresó al mismo lugar donde pasó la noche. La inseguridad y la imposibilidad de comunicarse con su familia estaban haciendo mella en su salud mental. Al llegar al lugar encontró los mismos cartones y una manta gastada. Recordó entonces al mexicano y lo buscó con la mirada, pero solo vio gente muy diversa y apresurada.
El viaje de Yovanna no fue del todo exitoso, pues no encontró a Evaristo en su piso, ni a nadie a quien avisar que había venido. Así que tomó un papel y dejó una nota pegada en la puerta, con los detalles de su visita y un número de teléfono para que se comunique.
- A lo mejor se había ido a Pontevedra el desgraciado.
Al día siguiente, muy temprano, Lucio descubrió que faltaban su mochila y sus zapatos. Esa mañana fue intervenido por la policía, gracias a que Manuel Coicca, un exalumno que hacía turismo en Madrid, lo pudo reconocer, a pesar de encontrarse en un estado deplorable: sucio, maloliente, con una barba crecida, el cabello desarreglado y la mirada extraviada. El profesor de Historia de la Civilización parecía en esta ocasión un indigente más en esa gran ciudad.
Los buenos oficios de Manuel y su acompañante permitieron contactar con la embajada, que se interesó por el compatriota. A las once de la mañana, luego de comer y asearse pudo al fin contactar a su esposa, quien no tardó en llegar junto a su hija. La alegría del encuentro pronto dio paso a la desazón, al enterarse que Yovanna había logrado comunicarse con Evaristo, y éste había negado la paternidad amenazando con demandarla. Como consecuencia, ella había decidido regresar al Perú.
Lucio solo gritó ¡Carajo! y sin más salió a la calle a toda prisa.
Dos días pasaron para que lo encontraran. Las redes sociales permitieron hallar a Lucio en una arboleda, por el río Manzanares, cerca al estadio Vicente Calderón. Parecía que si se demoraban un poco más lo iban a encontrar flotando en el río o desparramado en la M-30.
Una semana después de haber salido a España, todos regresaron a Lima gracias a un vuelo de cortesía que la empresa que gestiona el aeropuerto, con más miedo que culpa, facilitó. Lucio y Mariana, acompañados de su hija y su nieta, fueron ubicados en distintos asientos de la clase turista premium, en un vuelo de Iberia, sin escalas.
A su regreso, las cosas no volvieron a ser como antes. Mariana intentó no hablar del viaje, aunque a la larga, el incidente se filtró en las redes. Yovanna se tomó un tiempo para conseguir trabajo. Y Lucio jamás habló de Madrid. Abandonó el curso, la universidad y se dedicó a escribir enigmáticos textos y a intentar dibujar, como parte de su terapia, subsistiendo con su famélica pensión de jubilación adelantada.
Manuel y Jorge se hicieron amigos de Yovanna y un buen día la llevaron de nuevo a España, para que la pequeña pudiese conocer la ciudad donde nació.
Ella aún vive allá, cuidando a su hija y a una señora mayor que la trata mal, pero no ha pensado en regresar. Y es que, para algunas personas hay viajes sin retorno, porque ya no les queda otra oportunidad.
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