La diosa estaba ahí, postrada,
incólume... intacta... adrede...
con el único propósito de que la vieran,
como una casualidad en el camino.
Al verlo,
sus dedos lívidos,
abrieron la anémona,
hambrienta ya de carne erguida.
Violándole los ojos,
él fue idiotizado,
y como si de un trance se tratara,
aquel pez inevitable entra,
atravesando la aurora de la flor fatal.
Adentro,
en medio de esos jugos ácidos,
la calidez circundante,
empaña los sentidos,
los adormece,
y atrofia así la capacidad motora,
lo inmoviliza de cabeza a los pies.
Lo asimila... lo digrega...
fragmentándolo sin dolor alguno,
difuminando las facciones de ese ser acuático.
Reduciendo su ecuación a nada,
quedando de él,
sólo la neblina de un tul,
como único rastro perceptible,
de que hasta hace un momento estuvo allí.
Borrado ya,
y con el ovario lleno,
la flor exhalará un eructo pesado,
un sonido a madera fermentada,
en catálisis completa,
con olor... a sardina y cazón.
La diosa,
abrirá otra vez sus piernas,
exhibiendo de nuevo al animal-flor:
La rosa vítrea, cefalódactila,
a la espera del paso de otro pez,
en la soledad de aquel hermoso arrecife muerto.-
@ChaneGarcia
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