Siete y cuarto.
El café activa su alarma de aroma
y yo acudo rauda a mi cita
con él.
Hoy no me da vértigo
bajarme de la cama.
Los pies en el suelo,
la frente muy alta.
Junto a mi ventana
se desperezan las ramas
del árbol que anoche
solo quería llover.
Amanecida está
la cocina.
Me abrazo a la taza
que humea contenta,
caliento mis dedos de mármol,
olvido la prisa
esta vez.
Ocho menos veinte ya
marca el reloj.
Estoy en el baño mirando al espejo
algo sorprendida.
¿Quién es la que mira
como lo hago yo?
Ya reconocida, reconozco
que me echaba de menos.
Me peino las olas
de mar revuelto
y observo en los ojos
ojeras,
pinturas de guerra
que antes odiaba y ahora
entiendo que hablan
de noches en vela
y versos, y versos, y versos...
batallas sin guerra.
Tres minutos pasan
de las ocho y cinco.
Me meto en la ducha,
juego con la espuma,
me pongo una barba,
y luego una cresta,
estallo las pompas
que vuelan dispersas
o entono un trozo
de alguna melodía
que ya no recuerdo,
solo el estribillo
que canto y repito
al menos un siglo
hasta que me canso
y salgo del agua.
Son las ocho y media,
regreso a mi cuarto,
revuelvo el armario,
rebusco en cajones,
combino colores
y salgo desnuda,
cruzando el pasillo.
Acabo en la puerta de casa
vestida con nada
para dar comienzo
a mi día optimista
sin más prenda que una
sonrisa abierta, dispuesta
en labios pintados, mirando
hacia arriba.
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