No recuerdo demasiado bien aquella noche. El verano había abierto ya sus puertas y yo había abierto las mías hacía apenas un invierno. Sea como fuere, aquella cálida madrugada yo caminaba entre las estrechas calles prácticamente sin rumbo, dando violentos tumbos. Mi única compañía eran el humo de un canuto y medio litro de vodka que fluía burlón por mis venas. Yo, por mi parte, iba sumido en mi propia guerra interior. El eco de mis pasos se intensificaba a medida que la ceniza se acomulaba. Los minutos se esfumaban como espuma de cerveza industrial. Las farolas me alumbraban y me acusaban: ¿Qué haces aquí a estas horas?. Y yo no podía responder, no sabía qué hacía allí, no había ninguna razón por la que tuviera que estar vagando por ahí. Lo cierto es que simplemente sentí una llamada, tal vez el olor del crepúsculo me cogió de la mano y me invitó a salir.
Después de aproximadamente veinte minutos aparecí en la avenida, junto al río, y me senté en las escaleras que daban al paseo. Me sentía muy incómodo, inquieto, y no entendía por qué. Sería la postura, el lugar, el bochorno... el caso es que desencajaba allí por completo. Llegué a pensar que mi objetivo solo era terminar tirado en alguna cuneta o muerto en la orilla del río. Después de largas discusiones interiores descubrí que tampoco era ese el motivo de mi tortuosa estancia en aquel páramo. Resultaba muy curioso cómo el alcohol dificultaba mi hilo de pensamientos, pero el humo que aspiraba lo impulsaba por la vertiente más creativa. Una débil neblina se aproximaba y se filtraba por cada poro de mi piel buscando algún vestigio de humanidad. Pero ya no había nada. La luz que me guiaba por el sendero de lo correcto se extinguió justo el mismo invierno en el que abrí mis puertas. Y yo lo sabía perfectamente. Dentro de toda mi incertidumbre aún quedaban torres en pie. Pero no había nada que me atreviera a afirmar rotundamente, pues nunca se sabe cuándo volverá a asomar la duda.
Me estoy yendo por las ramas. Después de todas esas divagaciones nocturnas propias de mi locura y mi permanente estado de ebriedad, vinieron muchas más, y peores, de manera que se volvía más difícil saltar los muros que yo mismo iba creando. Me levanté del escalón en el que me encontraba sentado bruscamente. Se me nubló la vista por un momento. Y luego me fui de allí, me dirigí hacia el puente para cruzar a la otra orilla. Reptaba una quietud imponente por toda la ciudad. Hasta la persona más ruidosa se habría callado para respetar aquel silencio sepulcral. Yo tenía miedo de perturbar la calma con el sonido de mis pasos. Llegué al otro lado del río torpemente, casi sin aliento y sudando de manera demasiado abundante. O eso creía, porque cuando tocaba mi piel mis dedos no recogían ni una mínima gota. Pero esas gotas estaban ahí, yo las sentía brotar profusamente.
Tras delirar y hablar solo por lo que parecieron semanas (aunque habían pasado solo dos horas), encontré un edificio abandonado, destartalado y sin terminar. Lo miré desafiante, pues parecía que quería atraerme hacia él con el pretexto de entrar a explorar. Ese desgraciado sabía lo mucho que me deleita visitar construcciones en ruinas. Me tentó y yo sucumbí y entré. Los aromas eran diversos. Aparte del hedor de las heces y la... ¿gasolina?... había un olor penetrante que me desarmó por los pies. Me pregunté qué hacía ahí, qué pretendía. Solo podía escuchar cómo se deslizaba para alcanzarme, pero no me decía nada, no me daba ni una explicación, ni una excusa estúpida. No sé, una mínima charla habría bastado para contentarme. Pero no estaba por la labor y yo sencillamente no insistí.
El decadente edificio tenía cuatro plantas, según creo recordar. Dejé atrás el cóctel de fragancias y pestilencias de la primera planta y subí al segundo nivel donde no me esperaba nada más que escombros y una sobrecogedora sensación de frío. En uno de los pasillos había una silla de ruedas olvidada ahí mucho tiempo atrás. La luminosidad de la luna que entraba por las ventanas se teñía de un azul fúnebre. Te juro, compañero, que yo podía esuchar campanas y un lastimoso órgano desafinado pero potente a lo lejos.
El tercer piso era un auténtico desorden. Escaleras que surgían de ninguna parte y acababan en su propia base, ventanas sin forma concreta, totalmente asimétricas. Puertas a las que no se podía acceder, que estaban demasiado altas, algunas estaban tapiadas. Y los colores... Demasiados como para ser asimilados por mi podrido cerebro. Me dolian los ojos de mirar aquello, de intentar comprenderlo. Salí corriendo hacia el cuarto nivel.
La cuarta planta era la nada. La absoluta, imparcial e imprecisa nada. Ni siquiera era de ningún color, jamás sabría cómo describirlo. Ausencia total de todo cuanto cualquiera de nosotros conoce. No puedes imaginarlo, nada de lo que puedas llegar a pensar que era se acerca. No había límites. De hecho, podía flotar si quería, no importaba, nada me lo impedía. Tan solo no podía con ese peso. La nada. ¿Quién lo hubiera dicho?, ¡la encontré!. Pero... eso no me provocó satisfacción. Y tampoco estaba decepcionado. No sentía nada, mis emociones se habían esfumado. Luego mis conocimientos, luego mis recuerdos. Todo se desvaneció como si nunca hubiera existido.
Aún quedaba la azotea, que no era más que un vulgar techo, pero había una pobre escalera para acceder a él, así que subí. Nada más poner un pie en el último nivel del edificio lloré amargamente, y luego reí como un condenado, como un maníaco. Después comencé a temblar y los recuerdos me bombardearon. Habían vuelto. Todo lo que la nada me había arrebatado lo recuperé instantaneamente. Me tumbé sobre las tejas jadeante. Las estrellas eran como los ojos de un enorme monstruo celestial. Se apagaban y se encendían, como si la criatura estuviera cerrando y abriendo sus párpados. El brillo se iba haciendo más intenso conforme mi respiración se iba calmando y poco a poco se fue volviendo difuso y borroso.
Quedé inconsciente y lo siguiente que recuerdo es despertarme en los alrededores del edificio. Yo subí, me recorrí el interior, podría asegurarlo mil y una veces. Pero tú piensas que no subí, que tal vez estaba tan intoxicado que me había quedado dormido en el jardín y había soñado todo eso. Piensa lo que quieras, sé muy bien lo que pasó, estoy convencido de que vi, oí, olí y sentí todo aquello. Solo voy a darte un consejo, chico, creete todo lo que te cuenten sobre la noche y sus misterios, nunca se sabe qué puede pasar cuando el sol se pone.
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