Sin nombres que señalen, que limiten el hondo piélago de la imaginación, me imagino un Poémame inserto en la naturaleza de los días. Más que un bar, una cabaña moderna. Mitad pastoril, mitad urbanita. Me imagino llegando a su puerta y en pie la primera persona con luz tras el humo que deja un cigarro sujeto en su mano, mientras coge en la otra una copa incompleta de cava, de cava y de letras. Me saludará con euforia y, a borbotones, saldrá la palabra derramada por su boca. Me imagino a un rompeolas en activo, salpicando frescura, y tendré que entrar, lo sé.
A los pocos segundos habré traspasado el umbral y me costará tragar la paz que respire. Un inmenso mundo se abrirá a mis ojos. Sin ir más lejos, a la derecha hallaré, pegada a un estante repleto de libros, una sombra de alguien que mira por una ventana. Miraré yo también, y pensaré que estoy loca, cuando vea que ha sido capaz de poner ahí arriba, en el cielo, la suma de varios planetas alineados. Después, le dirá a la luna algo susurrado y ella asentirá. ¿Desde cuándo la luna comprende a un poeta?
Seguiré mi camino dejando la duda enganchada a una mesa y sentada a mi izquierda, encontraré otra sombra anudando unos versos, usando un cordel para unirlos, atando sonidos, poniendo la rima con gran precisión. Le oiré mascullar entre dientes: esto nunca será perfecto. Es el ceño fruncido en su frente la experiencia reunida. Dejaré que prosiga el poeta con sus mediciones y me marcharé.
En la barra del bar me estará esperando paciente una copa que no habré pedido y alguien con pinta de jefe me va a ofrecer en bandeja o en estrofa —según le apetezca—, unos versos crujientes, diciendo que soy poesía. No tengo ni idea de qué habrá en la copa, pero sabrá a farra, y mientras lo pienso, notaré que alguien retira el asiento que hay a mi lado, se sienta y me mira con ojos humildes que escriben sin pluma letras doloridas y reclamos de amor. De pronto, llamarán a la puerta y entrará la noche abrazada a un poeta que trae la mochila repleta de estrellas para colocarlas en nuestro salón. Contará que las ha cogido del cielo subido a la Torre Eiffel. Y no me va a causar asombro, no. Allí todo es posible. Hasta ver el mar cubriendo unos ojos que lloran poesía.
Al final, perderé la conciencia del tiempo que lleve en el bar, porque en Poémame no existen relojes. El tiempo se mide en historias trasladadas a la Edad Media con vocablos rebuscados, o amparando oscuridades, dando alas a lo prohibido, despertando la inquietud o invitando a la calma, dependiendo del momento, ora vestidos, ora desnudos.
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