Tal vez, remotamente exista una conexión extra sensorial, quizá unida por una fibra acústica que implica un punto de partida común, por encima de alguna posible pretensión espiritual, un elemento donde convergen todas las vertientes rítmicas y armónicas para impregnar de carácter universal y redentor el lenguaje más popular del planeta: la música.
Por eso tocábamos, cada vez que las obligaciones daban una pausa —tocábamos— sonaba una cuerda, un cuero o un metal, con dos propósitos bien definidos: sonar y soñar. La afinación de la voz era una menudencia absoluta, era más ponderado el entorno, la sombra de la Acacia floreciente, alfombrando de rojo con exquisito aroma. El tres y la guitarra, el bongó y el cencerro y por supuesto, las volubles figuras femeniles, derrochando juventud y una gracia excelsa en una danza espontánea, fresca con algo de irreverencia. Verso, ritmo, poesía y melodía daban rienda suelta a esa propiedad intima de sonar y soñar que acierta en su capricho de volar sobre el azar y sus consecuencias; sonar y soñar, vaya placida manera de conjugar dos verbos en uno solo inexistente, cual la presencia de un afable fantasma: “sonear.”
Fotografía. Calle de nueva York 1977 de autor anónimo, mostrando la juventud de Franki Vasquez y Louis Matos. (los dos que logro reconocer)
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Asi somos y la música la traemos en los pulmones, en los pies, en la vida misma; nosotros los que nacimos genéticamente codificados para la alegría.