Época de reconciliación, decían, y había decidido hacer las pases con mi peor enemigo, era hora de perdonar, debía acercarme, darle una oportunidad, tal vez así desistiría, de una vez por todas, de su enferma afición de hacerme daño.
No era fácil, no lo era, había tantos años de dolor por olvidar, tantos golpes que perdonar, que solo pensarlo sonaba desquisiado, pero era tiempo de reconciliación, este era el momento.
Busqué dentro, me agarré de las pocas fuerzas que me quedaban y le vi mirándome, me puse de frente, le mire a los ojos y le abrí mi alma; abiertamente pedí perdón y le dije firme y decididamente “te perdono” y créanme señores fue mi mayor acto de honestidad, era verdad, quería, lo necesitaba y lo hice.
Sin responder, mi enemigo, tal vez incrédulo, no lo sé, callaba, fijamente me miraba, fue entonces cuando sucedió, una lágrima imprudente comenzó a asomarse en sus ojos y sorpréndanse señores, una lágrima apareció también en los míos, sonreí, sonrío, hacía tanto que no se cruzaban nuestras sonrisas que supongo que era suficiente respuesta, desee abrazarle pero me contuve, estaba hecho.
Toda la carga había desaparecido, sonriendo, di la vuelta alejándome de allí, saboreando aquella olvidada sensación de paz interior. Cuando vuelva a verle, seguro, al igual que yo, sonreirá, pensé.
La curiosidad me hizo girar la cabeza, busqué, también se había marchado.
Ya no había nadie en el espejo.
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