Tenías el cuerpo lleno de aguijones.
Los ojos, la boca, las yemas de los dedos,
el miocardio.
Tu cola de escorpión trató de robarte el pulso cuando estabas en el vientre.
Mamá atajó tu veneno, te salvó.
Yo tenía apenas cinco soles y la avaricia de la hija única.
Mi silencio y tu mirada rasgada se entendieron pronto.
Aprendí a curarte los golpes con sal y mantequilla,
te escudé de los gritos de papá,
asumí tu risa con la precisión del toque del angelus.
Te odié
con amor de hermanos.
*
Naciste un 5 de noviembre, caracazo de mi existencia.
La numerología advirtió: impaciente, inquieto, impulsivo, insatisfecho.
—Pónganle un nombre que le amanse el carácter, aconsejó la madrina.
(El padre hizo oídos sordos).
Alejandro.
Tu huella de Atila no deja tregua en esta viña del Señor.
*
Somos Caín sin Abel.
Los hermanos que se drenarían las venas solo para quebrar el vínculo sanguíneo.
(Madre llora en un rincón: "¿En qué fallé, en qué fallé?")
Nunca tendremos la postal de familia feliz.
No serás el tío favorito en las charlas de sobremesa.
En cambio,
te volverás la cicatriz bajo mi costado izquierdo,
la herida de una guerra que aposté por ganar
y perdí apropósito.
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